Hubo una época de mi vida en que me dediqué a la primatología.
Durante cuatro años formé parte del equipo de investigación del departamento de biología de la Facultad de Psicología en la Universidad Complutense de Madrid, y recorrí distintos países siguiendo el comportamiento de babuinos en cautiverio.
No me gustan los zoológicos, pero me gustan los animales.
Por eso siempre llegaba un buen rato antes de empezar con la recogida de datos y me dedicaba a mirar, a observar el resto de la fauna que me rodeaba (incluida la conducta humana). Hablando de primates, tenía predilección por los gorilas, los titíes, los gibones y los mandriles.
El mandril es ese mono con morro de colores de apariencia plasticosa y llamativo culo de color entre rosa y rojo. Es un animal que no deja indiferente. O gusta o no gusta. Esto fue algo que comprobé enseguida.
Recuerdo una mañana en el zoo de Madrid, a una hora temprana, en la que me encontraba plantada junto a los mandriles y apareció un padre con un niño de unos 5 años.
En cuanto vio al mandril macho el padre exclamó: “¡Oh, fíjate, qué mono más feo!” A lo que el niño respondió: “¡Qué feo, es feísimo!” Y como era feo, se fueron enseguida.
No pasaron más de un par de minutos cuando apareció otro padre con otro niño de edad similar. Al ver al mandril exclamó: “¡Guau, cuántos colores, qué bonito!” A lo que el niño respondió: “¡Qué bonito, es precioso!” Y estuvieron ahí un buen rato, alabando el azul, el rojo, el rosa, el amarillo…
¿Qué no olvidaré nunca? El poder que tienen los adultos para modelar la realidad de los niños, para darle una interpretación a lo que viven, para darles un valor u otro.
De ahí que quiera abrir este grupo: según cómo lo vivan los padres lo van a vivir los hijos.
He pensado establecer una reunión al mes, sin coste. Si deseas formar parte de él, ponte en contacto conmigo.